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Nagara

La vida que nunca quiso tener (2)

Amelia miraba por la ventana. Llevaba así un par de horas, con la cámara de fotos en la mano. Había sacado unas cuantas de su jardín. Era primavera y ya las flores adornaban las macetas. El olor a jazmín impregnaba la entrada. Aún el limonero, ni el naranjo, ni el peral, ni los granados dieron frutos. Nunca lo daban. Sólo el almendro unas semanas antes lo consiguió. Rojos, amarillos, blancos, verdes fuertes, adornaban cada rincón. El sol calentaba más que nunca. Los gorriones ya se habían comido el pan que les echó en el suelo para poder fotografiarlos mejor. La vida inundaba el jardín.
Eran las 15.30 y aún no había comido. No le apetecía . Sólo pensaba en cómo cambiar su vida. Creyó conveniente desprenderse de las personas que no le aportaban nada. Números de teléfonos, contactos de e-mails, que sólo rellenaban huecos, y que cuando se ponían en contacto no le daban nada positivo. Esa tarea no era sencilla. Nunca lo había hecho pensando en “¿Y si un día necesitan hablar conmigo?” Pero esta vez quería ser egoísta. Quería pasar de aquellas personas que nunca estuvieron a su lado cuando las necesitó. Dejó la cámara encima de la mesa, encendió el ordenador, fue hasta el grupo de contactos, y puso la flecha del ratón sobre uno de ellos. Ya está, sólo tenía que darle a “Eliminar contacto”. Así de sencillo. Pero el dedo no apretaba el botón. “¡Maldita sea!” No tenía el valor necesario. De repente una inmensa desolación la invadió. Nunca conseguiría su cambio. Nunca conseguía sus propósitos. Paseó por sus archivos y vio la cantidad de relatos a medio hacer que se le acumulaban. Pensó en su colega Fran. Él siempre tuvo la paciencia y decisión de terminarlos. Ahora estaría en Londres o Nueva York dando alguna conferencia sobre su último libro. Hacía casi un año que no recibía una postal desde su ubicación actual. Lo echaba de menos. Fran siempre le decía que conseguiría ser la mujer que deseaba, y la ayudaba a ver lo absurdo de algunos problemas. Pero ya no estaba. Y ya su ilusión de cambiar se desvanecía. Pensó también en Clara. Tan artística como siempre. Al final consiguió hacer una exposición de cuadros y ahora estaba en Francia viviendo la vida que siempre deseó. Lo último que supo es que daba clases de filosofía, y los fines de semana trataba con subastadores, restauradores, filántropos, pintores... Siempre fue puro arte. Se acordó de Inés, que por fin consiguió que la contratasen en la ONU, tenía su casa en Alemania, con perro incluido y aquel marido obediente. Marta, Daniel, Raúl, Julia... Todos con sus objetivos cumplidos. Todos fuera. Y ella ahí. En el mismo lugar. Trabajando en el museo durante la semana y restaurando obras algunos fines de semana. Sus sueños rotos, las ilusiones de niñez perdidas. Su vida, diferente a la que soñó. Anclada en una monotonía asfixiante. Veintiséis años. Veintiséis años absurdos y sin sentido.

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