Gotitas de lluvia.
Llovía, vaya que si llovía. Recuerdo que estaba en un pequeño bosque de pinos y arbustos. Lejos estaba la casa que humeaba por su chimenea. Pude haber corrido hacia su interior para refugiarme, pero no lo hice. No quise. Me quedé quieta, y cerré los ojos. Respiraba profundamente llenándome de esa humedad y ese frescor que sólo existe en el campo cuando llueve. Notaba las gotas de agua caer sobre mi pelo, y como poco a poco se me iba mojando. Las gotas caían arriba de mi cabeza para luego resbalar hacia las puntas de mi cabello. Luego caían sobre mi jersey en el que morían. Me empapaba entera: pelo, cara, cuello, jersey de lana rojo, pantalones vaqueros, botas de montaña... Y amaba ese momento. Al respirar humo blanco salía de mi boca por culpa del frío. Tendría la nariz roja, seguro, y a esas alturas no notaba los extremos de los dedos. En la casa ya estaban todos, me estarían esperando con un buen tazón de sopa caliente. "¿Dónde se ha metido esta niña?" preguntarían. El jersey pesaba mucho, y el pantalón se me pegaba a las piernas, los calcetines ya se había calado. Me daba igual. Respiraba profundamente el olor a lluvia en el campo. Ese momento se me adentraba en el cuerpo al igual que las gotitas, pero con una diferencia: la lluvia se secó, pero ese instante permaneció en mi interior para siempre. Era lluvia de campo, que no es igual que la de ciudad. Esa lluvia olía a vida, a nuevo, a felicidad, a libertad. Y yo amaba ese momento.
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