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Nagara

Playa

Julia no sabía muy bien por qué las nubes pasaban tan deprisa por el cielo. Cuando se tumbaba en la arena, con la brisa del mar en la cara, deseaba pararlas para ver mejor las figuras que formaban. Un perro, un caballo, la cara de un hombre... Todo pronto se desvanecía como sueños al despertar. Cuando se iba una, rápidamente buscaba con la mirada otra forma divertida. Pasaba así las horas, hasta que el frío la hacia regresar a casa. Durante toda su vida esa costumbre nunca varió. Era una forma de desconectar con el mundo. Los días despejados dibujaba en la arena con algún palito las formas que días antes había visto en las nubes, como queriendo hacerlas regresar. Su madre siempre decía: esta niña un día de tanto mirar para arriba le va a pasar algo por la calle. Julia deseaba un día volar, tocando esas nubes esponjosas, de las que estaba segura que sería como las de algodón. Mantenía la firme convicción de que eran de azúcar y que por eso eran blancas. Si alguna vez se tornaban gris era porque alguien las había mojado y por eso a veces soltaban esa agua. Con los años estudió meteorología, para saber con más certeza cuándo habría nubes y así bajar a la playa. Siempre mirando hacia el cielo.

Una vez, tendría unos 14 años, estaba de pie en la orilla intentando averiguar si lo que veía era un perro o una hombre con bastón , cuando alguien se tropezó con ella. Era un muchacho, de su edad más o menos, con los ojos marrones y blanco de piel. Se quedaron mirándose con cara sorprendida.
-Hola- dijo Julia un tanto confusa.
-Hola.
-¿Por qué no me viste?
-Perdona, iba mirando las huellas de los pies. ¿Y tú? ¿Por qué no me viste tú a mi?
-Vaya, miraba las nubes.

Ambos quedaron extrañados: ¿Qué persona razonable iba por la orilla de la playa mirando las huellas de los pies, las nubes? La curiosidad de Julia hizo que su mirada se centrase en el muchacho más de lo que acostumbraba a dedicar al observar al resto de personas. Con una facilidad sólo propia de ellos, se contaron sus secretos: Julia le habló de las formas de las nubes, y cómo jugar con ellas a adivinar lo que dibujan. Le contó que a veces te tienes que mover y dar la vuelta para ver una figura determinada, y que tienes que ser rápido porque en ocasiones corren mucho. Él, que se llamaba Carlos, le contó sobre las formas de los pies, que siempre son diferentes y que hablan de la persona que los tiene. Le habló de que jugaba a imaginar historias sobre sus dueños a raíz de las huellas: Unas muy profundas son de una persona obesa, y si están más hundidas unas que otras es que se trata de un cojo. Un cojo obeso... Quizá un pirata jubilado, que había llegado a la ciudad por casualidad después de abordar un barco con cargamento de atún... Quizá una señora que huía de su palacio escondido...

Entre huellas y nubes los dos rieron sin parar. En las semanas `posteriores (y luego años) quedaban en el mismo lugar para intercambiarse información. A veces incluso cambiaban sus mutuas aficiones.
Con el tiempo Carlos aprendió a mirar las nubes y diferenciar un pájaro de un caballito de mar, y Julia aprendió a mirar las huellas e imaginar historias sobre sus dueños.
Hoy Julia da el tiempo en la televisión, y Carlos es un estupendo podólogo. Pero los fines de semana, se van juntos a la playa

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